Musica

Origen subcultura gótica

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Lo inefable

Yo muero extrañamente...No me mata la vida
no me mata la muerte, no me mata el amor;
muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habeis sentido nunca el extraño dolor?


De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
que os abrazaba enteros y no daba un fulgor?...


¡Cumbre de los martirios!...llevar eterrnamente
desgarradora y árida, la trágica simiente
clavada en las entrañas como un diente feroz!


Pero arrancarla un día en una flor que abriera
milagrosa, inviolable...¡Ah más grande no fuera
tener entre las manos la cabeza de Dios!...

La cita

En tu alcoba techada de ensueños, haz derroche
de flores y de luces de espíritu; mi alma
calzada de silencio y vestida de calma,
irá a tí por la senda más negra esta noche.


Apaga las bujías para ver cosas bellas;
cierra todas las puertas para entrar la ilusión;
arranca del misterio un manojo de estrellas
Y enflora como un vaso triunfal tu corazón.


¡Y esperarás sonriendo, y esperarás llorando!...
cuando llegue mi alma, tal ves reces pensando
que el cielo dulcemente se derrama en tu pecho...

Para él, amor divino, ten un diván de calma
o con el lirio místico que es su arma, mi alma
Apagará una a una las rosas de tu lecho!

Explosion

¡Si la vida es amor, bendita sea!
¡Quiero más vida para amar! Hoy siento
que no valen mil años de la idea
lo que un minuto azul del sentimiento.


Mi corazón moría triste y lento...
Hoy abre en luz como una flor febea;
¡la vida brota como un mar violento
donde la mano del amor golpea!


Hoy, partió hacia la noche, triste, fría,
rotas las alas mi melancolía;
como una vieja mancha del dolor


En la sombra lejana se deslíe...
¡mi vida toda canta, besa, ríe!
¡Mi vida toda es una boca en flor!

Amor

Lo soñé impetuoso, formidable y ardiente;
hablaba el impreciso lenguaje del torrente;
Era un amor desbordado de locura y de fuego,
Rodando por la vida como en eterno riego.


Luego soñélo triste, como un gran sol poniente
que dobla ante la noche su cabeza de fuego:
despues rió, y en su boca tan tierna como un ruego,
sonaba sus cristales el alma de la fuente.


Y hoy sueño que es vibrante, y suave, y riente y triste,
que todas las tinieblass y todo el iris viste,
que frágil como un ídolo y eterno como un Dios


Sobre la vida toda su majestad levanta:
y el beso cae ardiendo a perfumar su planta
en una flor de fuego deshojada por dos...

El surtidor de oro

Vibre, mi musa, el surtidor de oro,
la taza rosa de tu boca en besos;
de las espumas armoniosoas surja
vivo, supremo, misterioso, eterno,
el amante ideal, el esculpido
en prodigios de almas y de cuerpos;
debe ser vivo a fuerza de soñado,
que sangre y alma se me va en los sueños;
ha de nacer a deslumbrar la Vida,
¡y ha de ser ser un dios nuevo!
Las culebras azules en sus venas
se nutren del milagro en mi cerebro...
Selle, mi musa, el sutidor de oro,
la taza rosa de tu boca en besos;
el amante ideal, el esculpido
en prodigios de almas y de cuerpos,
arraigando las uñas extrahumanas
en mi carne, solloza en mis ensueños:
-Yo no quiero más vida que tu vida,
son en ti los supremos elementos;
¡déjame bajo el cielo de tu alma,
en la cálida tierra de tu cuerpo!-
-¡Selle, mi musa, el surtidor de oro,
la taza rosa de tu boca en besos!

A lo lejos

Tu vida viuda enjoyará aquel día...
En la gracia silvestre de la aldea
Era una llaga tu perfil arcano;
Insólito, alarmante sugería
El esmalte de espléndida presea
Sobre un pecho serrano.

Por boca de la abierta ventana suspiraba
Toda la huerta en flor, era por puro
Toda la aldea el cuarto asoleado;
¿Recuerdas?... Sobre mí se proyectaba,
Más mortal que tu sombra sobre el muro,
Tu solemne tristeza de extraviado...
Tus manos alargadas de tenderse al Destino,
Todopalidecidas de amortajar quimeras,
Parecían tocarme de muy lejos...
Tus ojos eran un infinito camino
Y crecían las lunas nuevas de tus ojeras;
En solo un beso nos hicimos viejos...

—¡Oh beso!... flor de cuatro pétalos... dos de Ciencia
Y dos iluminados de inocencia…
El cáliz una sima embriagante y sombría...
Por un milagro de melancolía,
Mármol ó bronce me rompí en tu mano
Derramando mi espíritu, tal un pomo de esencia.

Tu vida viuda enjoyará aquel día...
Mi nostalgia ha pintado tu perfil Wagneriano
Sobre el velo tremendo de la ausencia.

martes, 25 de noviembre de 2014

Berenice

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia:Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé quetous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad quetoutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

Autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq. Exdirector del Goosetherumfoodle

Dado que mis años van en aumento y, según tengo entendido, tanto Shakespeare como Mr. Emmons fallecieron alguna vez, no es imposible que hasta yo tenga que morir. He pensado, pues, que bien podía retirarme del campo de las letras y dormir en mis laureles. Pero ansío dejar señalada mi abdicación del cetro literario con algún importante legado a la posteridad, y quizá nada mejor para ello que narrar la historia de los primeros tiempos de mi carrera. Tanto y tan constantemente ha brillado mi nombre ante los ojos del público, que no sólo estoy dispuesto a admitir lo natural de ese interés universalmente provocado, sino a satisfacer la extrema curiosidad que inspiró siempre. Por lo demás, constituye un deber de aquel que ha llegado a la grandeza dejar en su ascenso los hitos necesarios para guiar a los otros que ascenderán a su vez. Me propongo, pues, detallar en este artículo (que estuve a punto de titular «Datos para servir a la historia literaria de Norteamérica») esos importantes, aunque débiles y vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga al pináculo del renombre humano.
Superfluo sería hablar demasiado de nuestros ascendientes muy remotos. Mi padre, Thomas Bob, Esq., mantúvose muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de barbero en la ciudad de Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los principales del lugar, y especialmente de los pertenecientes al cuerpo periodístico -cuerpo que provoca en todas partes profunda veneración y respeto-. Por mi parte, contemplábalos yo como a dioses, y bebía ávidamente el opulento ingenio y la sabiduría que continuamente fluía de sus augustas bocas durante el desarrollo del proceso conocido por «jabonadura». Mi primer momento de verdadera inspiración data de aquella época memorable, cuando el brillante director del Gad-fly, en los intervalos del importante proceso mencionado, recitó en alta voz, ante un cónclave formado por nuestros aprendices, un inimitable poema en honor del «Único genuino Aceite de Bob» (así llamado por el nombre de su talentoso inventor, mi padre), y recibió por aquella efusión una generosa y real recompensa de la firma Thomas Bob & Compañía, comerciantes barberos.
El genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez el divinoafflatus. Inmediatamente resolví llegar a ser un gran hombre, comenzando para ello por ser un gran poeta. Aquella misma noche caí de hinojos a los pies de mi padre.
-¡Padre, perdóname -dije-, pero mi alma está por encima de la espuma de jabón! Tengo el firme propósito de marcharme del negocio. Quiero ser director... quiero ser poeta... quiero escribir estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a ser grande!
-Querido Thingum -repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente rico así llamado)-, querido Thingum -agregó, levantándome por las orejas-, Thingum, muchacho, eres un real mozo, y gracias a tus padres has recibido un alma. Además, como tu cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado. Pero la profesión ha perdido su caballerosidad, y la de político no da para gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio de director de periódico es lo mejor, y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma, tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no pretenderás nada más.
-¡Sería un ingrato y un villano si tal pretendiera! -repuse entusiasmado-. Tu generosidad es ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!
Terminó así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré con todo celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales esperanzas para elevarme hasta la cátedra de la dirección periodística.
En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de Bob» eran más un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de iluminarme me mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si la comparaba con mis propios abortos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin nació en mi mente una de esas ideas exquisitamente originales que alguna que otra vez invaden el cerebro de un hombre de genio. Hela aquí -o, más bien, he aquí la forma en que la llevé a la práctica-. En una vetusta librería situada en los aledaños de la ciudad desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me vendió por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra llamada Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un largo pasaje acerca de un individuo llamado Ugolino, que tenía varios chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras de teatro del tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo modo y con idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y muchos más. De un tercero, que era obra de un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle de cada insignificancia), extraje unos cincuenta versos que empezaban hablando de «la cólera de Aquiles», de «grasa» y otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz»», y aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos aquellos versos eran bastante buenos a su manera.
Luego que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un hermoso, sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados, los envié respectivamente a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación y pronto pago. Pero el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado tantos disgustos en el futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a ciertos directores, y dio el coup de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes esperanzas (como dicen en la ciudad de los trascendentales).
La cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr. «Oppodeldoc» en sus «Respuestas Mensuales a los Colaboradores». El Hum-Drum lo hizo de la siguiente manera:
«Oppodeldoc (sea quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a quien llama “Ugolino’, padre de muchos hijos que merecían una buena azotaina y que los mandaran a la cama sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo, por no decir chato.Oppodeldoc (sea quien sea) carece por completo de imaginación, y la imaginación, según pensamos humildemente, no sólo es el alma de la POESÍA, sino su corazón. Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia de exigirnos “rápida publicación y pronto pago” de su chachara. Jamás publicamos ni adquirimos colaboraciones de esa estofa. No cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil encontrar comprador para todos los disparates que garrapatee, en las redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del Goosetherumfoodle.»
Preciso es reconocer que todo esto era sumamente severo para «Oppodeldoc», pero el rasgo más cruel consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas. ¡Qué mundo de amargura no está contenido en esas seis letras preeminentes!
Pero «Oppodeldoc» era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se expresaba así:
«Hemos recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea quien sea) se firma “Oppodeldoc”, profanando así la grandeza del ilustre emperador romano de ese nombre. Acompañando la carta de “Oppodeldoc” (sea quien sea) encontramos abundantes versos tan campanudos como repelentes e ininteligibles, que hablan de “ángeles y ministros bendicientes”, y que sólo insanos como un Nat Lee o un “Oppodeldoc” son capaces de perpetrar. Y por esta hojarasca de hojarascas se pretende que “paguemos prontamente”. ¡No, señor, no! No pagamos cosas semejantes. Diríjase usted al Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle. Dichos periódicos aceptarán sin duda alguna cualquier desperdicio literario que se le ocurra enviarles, y también sin duda alguna prometerán pagarlo.»
Esto era muy amargo, por cierto, para el pobre «Oppodeldoc», pero en este caso el peso de la sátira caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el Goosetherumfoodle, a quienes se calificaba ácidamente de «periódicos» (y en itálicas, para colmo), cosa que debió de herirlos en pleno corazón.
Apenas menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:
«Cierto individuo que se goza en hacerse llamar “Oppodeldoc” (¡a qué bajos usos se aplican a veces los nombres de los muertos ilustres!) nos ha hecho llegar cincuenta o sesenta versos que comienzan de esta manera:

La cólera de Aquiles, para Grecia calamitosa fuente 
de innumerables males, etc., etc.

»Informamos respetuosamente a Oppodeldoc (sea quien sea) que no hay en nuestra casa un solo aprendiz que no componga cotidianamente mejores versos. Los de Oppodeldoc no se pueden escandir. Oppodeldoc debería aprender a contar. Pero lo que va más allá de nuestra comprensión es cómo se le puede haber ocurrido la idea de que nosotros (¡nosotros, nada menos!) deshonraríamos nuestras páginas con sus inefables disparates. Semejantes garrapateos son apenas buenos para figurar en el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y elGoosetherumfoodle, que no vacilan en publicar, como si fueran grandes novedades, los versos que todos sabíamos de niños. Y “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el coraje de pretender que le paguemos sus ñoñerías. ¿No sabe acaso que ninguna paga sería suficiente para que publicáramos sus engendros?»
Mientras leía todo esto me iba sintiendo cada vez más pequeño y, cuando llegué a la parte donde el director se burlaba del poema calificándolo de verso, apenas sobrepasaba del nivel del suelo. En cuanto a «Oppodeldoc», comencé a sentir compasión por el pobre diablo. Pero el Goosetherumfoodle mostró aún menos piedad que el Lollipop, si ello era posible, al decir:
«Un lamentable poetastro que firma “Oppodeldoc” ha sido lo bastante tonto para imaginar que le publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan bombástica como incoherente que nos ha remitido, y que comienza con el siguiente verso más o menos inteligible:

¡Salve, santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!

»Decimos “más o menos inteligible”; pero Oppodeldoc (sea quien sea) tendrá la bondad de explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa. Siempre lo consideramos lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la lluvia solidificada puede ser al mismo tiempo luz santa (sea lo que sea) y progenie? Pues, si algo sabemos de inglés, progenie sólo se usa apropiadamente al referirse a niños de unas seis semanas de edad. Pero sería ridículo seguir comentando esta absurdidad, pese a que “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el cinismo incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus ignorantes delirios, sino que además... ¡se los pagaremos!
»Esto es verdaderamente admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven escritorzuelo por su egotismo, publicando sus efusiones verbatim et literatim, tal como las ha escrito. Ningún castigo podría ser más severo, y bien se lo infligiríamos, si no quisiéramos evitar el hastío consiguiente para nuestros lectores.
»Que “Oppodeldoc” (sea quien sea) envíe sus futuras “composiciones” al Hum-Drum, alLollipop o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No hacen otra cosa en cada número que sacan. Sí, mejor es que se las envíe a ellos. NOSOTROS no nos dejamos insultar impunemente.»
Esto acabó conmigo, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop, jamás pude comprender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres más pequeños, con miñonas (y ahí estaba la ofensa, al insinuar su inferioridad, su bajeza), mientras NOSOTROS aparecía mirándolos desde lo alto de sus mayúsculas... ¡oh, era demasiado duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo hubiera pertenecido a uno de aquellos periódicos no hubiera escatimado esfuerzo para llevar a los tribunales al Goosetherumfoodle. Habría podido basarme para ello en la ley destinada a «prevenir la crueldad contra los animales». En cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la paciencia con respecto a él, y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un estúpido (fuere quien fuese), y merecía todos los puntapiés que acababa de recibir.
El resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer lugar, de que «la honestidad es la mejor política», y, en segundo, que si yo era incapaz de escribir mejor que Mr. Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja camarilla, por lo menos me resultaría difícil escribir peor que ellos. Recobré el ánimo, pues, decidiéndome a lograr por fin algo «completamente original», como dicen en las cubiertas de las revistas, a costa de cualquier esfuerzo y estudio. Una vez más coloqué ante mis ojos como modelo las brillantes estrofas del «Aceite de Bob», escritas por el director del Gad-fly, y resolví fabricar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la escrita.
Mi primer verso no me costó trabajo. Decía así:

Exaltar en una oda el «Aceite de Bob»...

Luego de revisar mi diccionario en procura de todas las rimas adecuadas para «Bob», me resultó imposible seguir adelante. Acudí entonces a la ayuda paterna y, después de varías horas de madura reflexión, mi padre y yo finalizamos el siguiente poema:
Exaltar en una oda el «Aceite de Bob» 
Vale por todas las angustias de Job.
(Firmado) Snob

No hay duda de que esta composición no era muy extensa, pero aún «me queda por aprender», como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria tiene algo que ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas que hace la Quarterly del «esfuerzo sostenido», me resulta imposible encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien considerado, quedé satisfecho con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era decidir su destino. Mi padre sugirió que lo mandase al Gad-fly, pero dos razones me lo impedían: los celos del director y la seguridad de que no pagaba las colaboraciones. Por eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las más dignas columnas del Lollipop y esperé los resultados con ansiedad, pero con resignación.
En el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas, como si fuera el editorial, precedido por las siguientes significativas palabras, en itálicas y entre corchetes:

[Señalamos a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen acerca del «Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su
pathos: imposible leerlas sin verter lágrimas. Aquellos que han padecido las tristes consecuencias de que la pluma de ganso del director del Gad-Fly osara profanar el mismo augusto tema, harán bien en comparar las dos composiciones.
P. S.- Nos consume la ansiedad por develar el misterio que envuelve el seudónimo«Snob» ¿Podemos esperar una entrevista personal?]

Todo esto era estrictamente justo, pero confieso que excedía lo que había esperado; lo reconozco, téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la humanidad. De todas maneras no perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop, y tuve la buena suerte de que dicho caballero se hallara en casa. Saludóme con aire de profundo respeto, ligeramente teñido de paternal y protectora admiración, ocasionada sin duda por mi aire extremadamente joven e inexperto. Rogándome que tomara asiento, púsose a hablar inmediatamente sobre mi poema... pero la modestia me veda repetir los mil cumplidos que derramó sobre mí. Los elogios de Mr. Crab (pues tal era el nombre del director) no fueron sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con gran libertad y conocimiento, sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes, circunstancia esta última que lo elevó grandemente en mi estima. Como es natural, el Gad-fly fue puesto sobre el tapete, y espero no verme jamás sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan humillantes como los que Mr. Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación. Habíame acostumbrado a considerar al director del Gad-fly como a un ser sobrehumano, pero Mr. Crab no tardó en quitarme esa idea. Tanto el aspecto literario como el personal de la Mosca -así calificaba satíricamente a su rival- fueron expuestos a su verdadera luz. La Mosca no valía nada. Había escrito cosas infames. Era un escritorzuelo de a un centavo la línea. Era un malvado. Había compuesto una tragedia que hizo morir de risa a todo el país, y una farsa que sumió el mundo en lágrimas. Fuera de esto, había tenido la imprudencia de publicar un panfleto contra él (Mr. Crab) y la temeridad de calificarlo de «asno». Si en cualquier momento deseaba yo expresar mi opinión sobre Mr. Mosca, las páginas del Lollipop quedaban ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro que el Gad-fly me atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el «Aceite de Bob»; pero Mr. Crab tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados y personales. Y si yo no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal, no sería culpa suya.
Habiendo hecho Mr. Crab una pausa en su discurso (cuya última parte me resultó imposible de comprender), me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía merecer por mi poema, puesto que en la cubierta del Lollipop figuraba habitualmente una noticia según la cual la revista «insistía en que se le permitiera pagar precios exorbitantes por todas las colaboraciones aceptadas, gastando con frecuencia más dinero en un solo y breve poema que el costo anual combinado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle».
Apenas hube mencionado la palabra «remuneración», Mr. Crab abrió mucho los ojos, todavía más la boca, llegando a adquirir la apariencia de un pato viejo extremadamente agitado en el momento de graznar. Quedóse así, llevándose una que otra vez las manos a la frente, como si pasara por una crisis de terrible desconcierto y no cambió de actitud hasta que hube terminado lo que tenía que decir.
Instantáneamente se hundió hasta lo más hondo de su asiento, como si le faltaran las fuerzas, mientras los brazos le colgaban inertes y su boca continuaba invariablemente abierta a la manera del pato. Mientras lo contemplaba mudo de estupefacción por una conducta tan alarmante, Mr. Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia la campanilla, pero cuando aferraba el cordón pareció cambiar de idea, pues se sumergió debajo de la mesa y volvió a aparecer con un garrote. Levantábalo ya (con finalidades que no podría explicar), cuando repentinamente se difundió en su rostro una benigna sonrisa, y volvió a sentarse plácidamente a mi lado.
-Señor Bob -dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en persona)- , supongo que es usted un hombre joven... muy joven.
Asentí, añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.
-¡Ah, perfectamente! -exclamó-. Ya veo, ya veo... ¡no diga usted más! Con respecto a ese asunto de la remuneración, lo que ha dicho es muy justo... casi diría que demasiado. Pero... ejem... la primera colaboración... repito, la primera... ninguna revista tiene por costumbre pagarla, ¿comprende usted? Para decirle la verdad, en ese caso los recipientes somos nosotros. (Mr. Crab sonrió con blandura al enfatizar la palabra.) En la mayoría de los casosse nos paga para que publiquemos una primera composición... sobre todo si es en verso. En segundo lugar, señor Bob, la revista tiene por norma no desembolsar jamás lo que en Francia se denomina argent comptant... Supongo que me entiende usted. Tres o seis meses después de la publicación del artículo... o un año o dos más tarde... no tenemos inconvenientes en librar un pagaré a nueve meses; siempre, claro está, que podamos disponer nuestros negocios de manera de estar seguros de liquidarlo en seis. Espero sinceramente, señor Bob, que considerará usted satisfactoria esta explicación.
Mr. Crab guardó silencio con lágrimas en los ojos.
Herido en lo más hondo del alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un dolor a una persona tan sensible, me apresuré a pedirle disculpas, asegurándole que coincidía en todo con su punto de vista y que apreciaba perfectamente lo delicado de su situación. Y luego de manifestar todo esto en un discurso claro y conciso, me despedí de Mr. Crab.
Poco tiempo más tarde, una hermosa mañana «me desperté y supe que era famoso». La extensión de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de los editoriales del día. Como se verá, dichas opiniones hallábanse incluidas en las reseñas críticas del número de Lollipop, donde había aparecido mi poema, y eran tan satisfactorias y concluyentes como diáfanas, con la excepción quizá de las marcas jeroglíficas Sep. 15-1 t,agregadas a cada una de dichas reseñas.
El Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y ponderado de sus decisiones literarias, hablaba como sigue:
«¡El Lollipop! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los anteriores, desafiando toda competencia. En la belleza de su tipografía y su papel, en el número y excelencia de sus grabados al acero, así como en el mérito literario de sus colaboraciones, elLollipop está tan por encima de sus lerdos rivales como Hiperión de un sátiro. Cierto es que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle descuellan en fanfarronería; pero, para todo el resto, ¡que nos den el Lollipop! No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una circulación de 100.000 ejemplares, y que su lista de suscriptores ha aumentado en un cuarto a lo largo del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa continuamente en pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que Mr. Slyass ha recibido no menos de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre “Cerdos”. Con Mr. Crab en la dirección, y con colaboradores tales como Snob y Slyass, la palabra “fracaso” no existe para Lollipop. ¡Suscríbase usted! Sep. 15-1 t»
Debo confesar que me sentí muy contento con una reseña tan cordial proveniente de un periódico respetable como el Owl. Que mi nombre -es decir, mi nom de guerre- apareciera colocado antes que el del gran Slyass, me pareció un cumplido tan feliz como merecido.
De inmediato llamáronme la atención los siguientes párrafos del Toad, periódico altamente distinguido por su rectitud e independencia, y por prescindir de toda sicofancia y servilismo hacia los que ofrecen convites. Decía así:
«El Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas, sobrepasándolos infinitamente por el esplendor de su presentación y la riqueza de su contenido. El Hum-Drum,el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle se destacan, cabe reconocerlo, en la fanfarronería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un tercio durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos oído decir que el señor Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por su reciente “Monodia en un charco de barro”.
»Entre los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director Mr. Crab) a escritores como Snob, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo más valioso nos parece una gema poética de Snob sobre el “Aceite de Bob”; pero nuestros lectores no deben suponer por el título de este incomparable bijou que tiene la menor similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo tema, de los cuales es autor cierto despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse ante personas delicadas. Este poema sobre el “Aceite de Bob” ha provocado general curiosidad sobre el verdadero nombre de aquel que se oculta bajo el seudónimo de “Snob”. Afortunadamente, estamos en condiciones de satisfacer dicha ansiedad. “Snob” es el nom de plume del señor Thingum Bob, de esta ciudad, pariente del gran Mr. Thingum (de quien deriva su nombre), y vinculado con las más ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob, Esq., es un opulento comerciante de Smug. Sep. 15-1 t.»
Esta generosa aprobación me tocó en lo más hondo, especialmente por emanar de una fuente tan reconocida, tan proverbialmente pura como el Toad. Consideré que la palabra «garrapateo» aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-fly, era notablemente apropiada y punzante. Sin embargo, las palabras «gema» y bijou referidas a mi composición me parecieron un tanto débiles. Me daban la impresión de carecer de la fuerza suficiente. No estaban lo bastante prononcés (como decimos en Francia).
Apenas había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un ejemplar del Mole, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza de su percepción de las cosas en general y el estilo abierto, honesto y elevado de sus editoriales. El Mole hablaba delLollipop como sigue:
«Acabamos de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura de una revista nos proporcionó una felicidad tan suprema. Hablamos con conocimiento de causa. ElHum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle deberían cuidar sus laureles. Estos periódicos, sin duda alguna, sobrepujan a cualquiera en la vocinglería de sus pretensiones, pero para todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 300.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado al doble en la última semana; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De buena fuente sabemos que Mr. Fatquack recibió no menos de sesenta y dos centavos y medio por su última narración familiar “El paño de cocina”.
»Los colaboradores de este número son Mr. Crab (el eminente director), Snob, Mumblethumb, Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones del director, preferimos la efusión adamantina de la pluma de un poeta naciente que escribe con el seudónimo de “Snob”, nom de guerre que, lo profetizamos, extinguirá algún día la radiación del de “Boz”. Según hemos oído, “Snob” es el señor Thingum Bob, Esq., único heredero de un acaudalado comerciante de esta ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente cercano del distinguido Mr. Thingum. El título del admirable poema de Mr. Bob alude al “Aceite de Bob”, y por cierto que se trata de un desdichado nombre, ya que un despreciable vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya a la ciudad con sus garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo, de que ambas composiciones puedan ser confundidas. Sep. 15-1 t.»
La generosa aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi alma de satisfacción. Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos «despreciable vagabundo» podrían haber sido sustituidos ventajosamente por «odioso y despreciable villano, miserable y vagabundo». Pienso que esto hubiera sonado de manera más graciosa. «Adamantino»; además, expresaba insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el Molede la brillantez del «Aceite de Bob».
Aquella misma tarde en que leí las reseñas llegó a mis manos un ejemplar del Daddy-Long-Legs, periódico proverbial por la amplísima latitud de sus apreciaciones. En él encontré lo siguiente:
«¡Lollipop! Esta rutilante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda cuestión de preeminencia queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería completamente ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle hicieran cualquier otro espasmódico esfuerzo por competir con ella. Dichas revistas podrán sobrepasar al Lollipopen vocinglería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. Cómo esta celebrada revista puede sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de nuestra comprensión. Es cierto que tiene una circulación de medio millón de ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un setenta y cinco por ciento en los dos últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en concepto de pago a los colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle Cribalittle recibió no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último y valioso cuento revolucionario titulado “El saltamontes de la ciudad de York y el saltacolinas de Bunker Hill”.
»Las contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes del director (el eminente Mr. Crab), pero hay además magníficas colaboraciones, tales como las de “Snob”, Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mrs. Cribalittle, Mumblethumb, Mrs. Squibalittle y, finalmente, aunque no el último, Fatquack. Puede muy bien desafiarse al mundo entero a que produzca semejante galaxia de genios.
»El poema firmado por “Snob” está logrando elogios universales, pero es nuestro deber afirmar que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta obra maestra de elocuencia y de arte se titula “El Aceite de Bob”. Uno o dos de nuestros lectores recordarán quizá, aunque con profundo desagrado, un poema (?) de igual título, perpetrado por un miserable escritorzuelo matón y pordiosero a la vez, que, según tenemos entendido, trabaja como pinche en uno de los indecentes periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les pedimos encarecidamente que no confundan ambas composiciones. El autor del “Aceite de Bob”, según tenemos entendido, es Mr. Thingum Bob, Esq., caballero de vastos talentos y profundos conocimientos. “Snob” es tan sólo un nom de guerre. Sep. 15-1 t
Apenas si pude contener mi indignación cuando llegué a la parte final de esta diatriba. Era claro como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir la gentileza) con que elDaddy-Long-Legs aludía a ese cerdo, el director del Gad-Fly, sólo podía nacer de su parcialidad hacia el mismo y de la clara intención de exaltar su reputación a expensas de la mía. Cualquiera podía darse cuenta con los ojos entornados de que si la verdadera intención del Daddy hubiese sido la que pretendía, hubiese podido expresarla perfectamente en términos más directos, más punzantes y muchísimo más apropiados. Las palabras «escritorzuelo», «pordiosero», «pinche» y «matón» eran epítetos tan intencionalmente inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada aplicados al autor de las estrofas más innobles escritas por un miembro de la raza humana. Todos sabemos muy bien lo que quiere decir «condenar con fingidos elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí el encubierto propósito del Daddy... vale decir glorificar mediante débiles insultos?
Pero lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En cambio sí lo era lo que decía de mí. Después de la nobilísima manera con que el Owl, el Toad y el Mole se habían expresado acerca de mis aptitudes, resultaba insoportable que un diarucho como elDaddy-Long-Legs se refiriera fríamente a mí calificándome tan sólo de «caballero de vastos talentos y profundos conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente me resolví a obtener excusas por escrito o llevar las cosas a otro terreno.
Imbuido de este propósito, busqué un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el director del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado señaladas muestras de consideración, decidí solicitar su asistencia.
Jamás he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y actitud con las cuales escuchó Mr. Crab la explicación de mis intenciones. Una vez más representó la escena del cordón de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato. En un momento dado creí que iba realmente a graznar. Pero su acceso cedió como la vez anterior, y se puso a hablar y a obrar de manera racional. Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío, y me disuadió de que lo enviara, aunque fue lo bastante sincero como para admitir que el Daddy-Long-Legs se había equivocado lamentablemente, sobre todo en lo referente a los epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos».
Hacia el final de la entrevista, Mr. Crab, que parecía interesarse paternalmente por mí, sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y al mismo tiempo aumentar mi reputación si de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop.
Supliqué a Mr. Crab que me dijera quién era Mr. Thomas Hawk y de qué manera tendría yo que hacer su papel.
Mr. Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose de un profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las palabras «Thomas Hawk» para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la verdadera forma era Tommy Hawk, es decir, tomahawk, y que la expresión «hacer de tomahawk» significaba escalpar, intimidar y, en una palabra, moler a palos al rebaño de los autores del momento.
Aseguré a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer de Thomas Hawk. En vista de lo cual Mr. Crab me propuso liquidar inmediatamente al director del Gad-fly empleando el estilo más feroz que me fuera posible y dando la suma de mis posibilidades. Así lo hice sin perder un instante, escribiendo una reseña del «Aceite de Bob» (el original) que ocupaba treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de Thomas Hawk me resultó una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar, pues me confié completamente a un sistema, y la cosa resultó de una facilidad extraordinaria. He aquí cómo procedía. En un remate compré ejemplares baratos de los Discursos de Lord Brougham, las obras completas de Cobbett, el diccionario del nuevo slang, el Arte de desairar, El aprendiz de insultos (edición infolio) y La lengua, por Lewis G. Clarke. Procedí a cortar dichos volúmenes con una almohaza y luego, colocando las tiras en una sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como decente (apenas nada), reservando las frases duras, que arrojé a un gran pimentero de hojalata con agujeros longitudinales, por los cuales podía salir una frase entera sin que sufriera el menor daño. La mezcla quedaba entonces pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk untaba un pliego con clara de huevo de ganso; luego, desgarrando la obra que debía reseñar en la misma forma en que había desgarrado previamente los libros (sólo que con más cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba en pegarse. El efecto que lograba era bellísimo de contemplar. Era cautivante. Por cierto que las reseñas que obtuve mediante este simple expediente jamás han sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que presentaba la composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas eran sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba; y estas últimas sufrían siempre en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis Clarke, los cuales eran tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición en que quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de pie.
Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después de la publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció instantáneamente de la superficie terrestre y nadie ha vuelto a saber nada de él.
Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las furias, me convertí de golpe en el favorito de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones de Thomas Hawk del Lollipop, y como, por el momento, no podía pagarme sueldo, me permitió que usara a discreción de sus consejos.
-Querido Thingum -me dijo cierta noche después de cenar-. Respeto sus talentos y lo amo como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop. Entretanto, haré de usted un hombre... Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo cargoso.
-¿A quién? -pregunté.
-A su padre.
-¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.
-Tiene usted que hacer fortuna, Thingum -continuó Mr. Crab-, y su padre es como una rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.
Yo saqué el cuchillo.
-Debemos cortarla -agregó Mr. Crab- de una vez por todas y para siempre. Ese viejo es una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o algo por el estilo.
-¿Qué diría usted -sugerí modestamente- de darle primero los puntapiés, luego los bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?
Mr. Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:
-Pienso, señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y que está muy bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería aconsejable que procediera a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa como completa, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego de esto, no creo que sea necesario nada más. De todos modos... bien podría revolearlo una o dos veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana siguiente bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de un asalto.
Me sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se traslucían en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo inmediatamente a la práctica. Como resultado del mismo, me libré del viejo cargoso y comencé a sentirme un tanto independiente y con aires de caballero. Lo malo era que la falta de dinero me afectó mucho las primeras semanas, pero después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí cómo tenía que manejar la cosa. Nótese que digo «la cosa», pues estoy informado de que la palabra latina correspondiente es rem. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de latín, ¿podría decirme alguien el significado de quocumque y el de modo?
Mi plan era extremadamente sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta participación en la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba terminada así, y el dinero entraba en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas cosillas insignificantes por hacer con posterioridad, pero no formaban parte del plan, sino que eran su consecuencia. Por ejemplo, compré pluma, tinta y papel y los puse en furiosa actividad. Habiendo completado un artículo en esta forma, lo titulé: FOL LOL, por el autor de «Aceite de Bob», y la remití alGoosetherumfoodle. Pero, como esta revista lo declarara «disparate» en sus «Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título del artículo por el de:MANTANTIRULIRULÁ, por THINGUM BOB, Esq., autor de la Oda sobre el «Aceite de Bob» y director de «The Snapping-Turtle». Así enmendado, volví a enviarlo alGoosetherumfoodle, y mientras esperaba la respuesta publiqué diariamente en The Snapping-Turtle seis columnas de lo que cabe calificar de investigación filosófica y analítica de los méritos literarios del Goosetherumfoodle, así como de la persona de su director. Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió que, para su equivocación, había confundido un estúpido artículo titulado «Mantantirulirulá», compuesto por algún ignorante anónimo, con una gema de resplandeciente brillo que respondía al mismo título y que era obra de Thingum Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob». El Goosetherumfoodlelamentaba sinceramente «este muy natural accidente», y prometía que el verdadero «Mantantirulirulá» sería publicado en el número siguiente de la revista.
La verdad es que pensé, realmente pensé, lo pensé en el momento, lo pensé entonces y no tengo razón para pensar de otro modo ahora, que el Goosetherumfoodle se había equivocado de veras. Con las mejores intenciones del mundo, jamás he conocido nada capaz de tantas equivocaciones como esa revista. A partir de ese día empecé a tomarle simpatía, y el resultado fue que no tardé en comprender la profundidad de sus méritos literarios, y no dejé de explayarme sobre ellos en The Snapping-Turtle, toda vez que se me presentaba oportunidad. Y cabe considerar como una coincidencia muy peculiar, como una de esas muynotables coincidencias que hacen pensar seriamente a un hombre, que esa total modificación de mis opiniones, que ese completo bouleversement (como decimos en francés), que ese absoluto trastocamiento (si se me permite emplear este término más bien enérgico de los choctaws) entre mis opiniones, por una parte, y las Goosetherumfoodle, por la otra, volviera a producirse, a breve intervalo y en condiciones similares, entre el Rowdy-Dow y yo entre el Hum-Drum y yo.
Fue así como, por un golpe maestro de genio, consumé finalmente mis triunfos llenándome los bolsillos de dinero, y así también como principió, según cabe afirmarlo verdadera y noblemente, esa brillante y fecunda carrera que me hizo ilustre y que hoy me permite decir con Chateaubriand: «He hecho historia» (J’ai fait l’histoire).
Sí, he hecho historia. Desde aquella radiante época que acabo de consignar, mis acciones y mi trabajo son propiedad del género humano. El mundo entero los conoce. Inútil me parece, pues, detallar cómo, remontándome rápidamente, me convertí en heredero del Lollipop,cómo uní esta revista con el Hum-Drum y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow, combinando las tres publicaciones; cómo, finalmente, hice una oferta al único rival remanente y reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista, conocidas en todas partes con el nombre de
Rowdy-Dow, Lollipop, Hum-Drum y
Goosetherumfoodle.
Sí. He hecho historia. Mi fama es universal. Se extiende hasta los más alejados confines de la tierra. No puede usted abrir un periódico sin encontrar en él alguna alusión al inmortal THINGUM BOB. Mr. Thingum Bob dijo esto, Mr. Thingum Bob escribió aquello y Mr. Thingum Bob hizo lo de más allá. Pero soy modesto y expiro con el corazón lleno de humildad. Después de todo, ¿qué es ese algo indescriptible que los hombres persisten en llamar «genio»? Coincido con Buffon y con Hogarth: no es más que asiduidad.
¡Contempladme! ¡Cuánto trabajé, cuánto bregué, cuánto escribí! ¡Oh dioses, lo que habré escrito! Siempre ignoré la palabra «facilidad». De día no me apartaba de mi mesa y de noche, pálido estudiante, veía consumirse la bujía. Deberíais haberme visto; sí, deberíais. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda. Me sentaba hacia adelante. Me sentaba hacia atrás. Me sentaba tête baissée (como dicen los kickapoos), acercando mi rostro a la página alabastrina. Y todo el tiempo escribía. A través de la alegría y del dolor, escribía.Con hambre y con sed, escribía. Fuera buena o mala mi reputación, escribía. Con luz del sol o luz de la luna, escribía. Inútil decir qué escribía. ¡El estilo... eso era todo! Lo tomé de Fatquack... ¡ejem, ejem!... y ahora mismo os estoy dando una muestra.

El gato negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!